Los
griegos, escribe Octavio Armand, eran amigos de la luz. También
-agrega- fueron inventores de sombras. Sombras vistas como amenaza y castigo: era el Hades, ese infierno homérico;
era la ceguera, punición frecuente de los dioses por la arrogancia o
la necedad humana; era la caverna platónica, alegoría de nuestro
destino ilusorio; eran "las emboscadas y paradojas, que son
cretenses como el laberinto"; no menos importante, era la poesía
que el filósofo veía como vehículo inaceptable de la
mentira.
La
sombra era por eso mismo la condición o la materia de un saber.
Tiresias, castigado con la ceguera por ver desnuda a una diosa, fue
recompensado con la videncia. Edipo, incestuoso y patricida, se arranca los ojos cuando reconoce su falta. En el
centro del laberinto -un antecedente de la caverna platónica-
hay un monstruo.
La
tragedia señala en profundidad el lado
monstruoso del héroe. Edipo no estaba solo en el teatro que era una
ciudad, ni el único en pasarse de la raya. Los dioses eran a la vez
protagonistas y espectadores.
De
la tragedia ateniense, cuenta Armand, se pasó al simple espectáculo de la crueldad. No solo el hombre se
había convertido en el lobo del hombre sino también en su dios, que
es por lo general un poco más severo. De Penteo se pasa a Nerón y de Edipo a Calígula. Ya no hay falta. Mejor no hablemos de nuestros contemporáneos.
Los romanos fueron en cierto sentido una inversión griega: adoradores crecientes de la sangre, desarrollaron el derecho y la moral. El cristianismo aprovecharía esta sangrienta estética de la fealdad y esta enrevesada ética de la rectitud para traer a la divinidad de vuelta. El logos volvió a iluminar los destinos humanos, pero ahora en guerra declarada contra el cuerpo, que era una sombra. Los sentidos se volvieron un sinsentido.
Releyendo El aliento del dragón, me doy cuenta de la particular afección de Armand por un cordobés. ¿No fundó Séneca el culto de la conciencia? Un culto cuyo rito decisivo, no menos transformador, era la amistad. Ni el oráculo ni el teatro, ni siquiera el parlamento: la conversación. Un evangelio posible: las Cartas a Lucilio.
Los romanos fueron en cierto sentido una inversión griega: adoradores crecientes de la sangre, desarrollaron el derecho y la moral. El cristianismo aprovecharía esta sangrienta estética de la fealdad y esta enrevesada ética de la rectitud para traer a la divinidad de vuelta. El logos volvió a iluminar los destinos humanos, pero ahora en guerra declarada contra el cuerpo, que era una sombra. Los sentidos se volvieron un sinsentido.
Releyendo El aliento del dragón, me doy cuenta de la particular afección de Armand por un cordobés. ¿No fundó Séneca el culto de la conciencia? Un culto cuyo rito decisivo, no menos transformador, era la amistad. Ni el oráculo ni el teatro, ni siquiera el parlamento: la conversación. Un evangelio posible: las Cartas a Lucilio.
En
una de ellas, Séneca despotrica contra los espejos, esos falsos amigos o
espúrios enemigos. Séneca, ya sin dioses, era un heredero del
culto griego a la luz. Despreciaba las caricaturas y los simulacros. Roma no era amor.
En
"Teatro de sombras" Armand registra, no sin afinidad, un como adversario en el
tiempo. Al contrario de Séneca, Borges se demoró en los espejos.
Incluso, ay, cuando ya estaba ciego.
Escribió Borges: "El hecho de no verte y de saberte / te agrega horror". Volvemos al monstruo.
Escribió Borges: "El hecho de no verte y de saberte / te agrega horror". Volvemos al monstruo.