lunes, 20 de febrero de 2017

Un laberinto de espejos

Los griegos, escribe Octavio Armand, eran amigos de la luz. También -agrega- fueron inventores de sombras. Sombras vistas como amenaza y castigo: era el Hades, ese infierno homérico; era la ceguera, punición frecuente de los dioses por la arrogancia o la necedad humana; era la caverna platónica, alegoría de nuestro destino ilusorio; eran "las emboscadas y paradojas, que son cretenses como el laberinto"; no menos importante, era la poesía que el filósofo veía como vehículo inaceptable de la mentira.

La sombra era por eso mismo la condición o la materia de un saber. Tiresias, castigado con la ceguera por ver desnuda a una diosa, fue recompensado con la videncia. Edipo, incestuoso y patricida, se arranca los ojos cuando reconoce su falta. En el centro del laberinto -un antecedente de la caverna platónica- hay un monstruo.

La tragedia señala en profundidad el lado monstruoso del héroe. Edipo no estaba solo en el teatro que era una ciudad, ni el único en pasarse de la raya. Los dioses eran a la vez protagonistas y espectadores.

De la tragedia ateniense, cuenta Armand, se pasó al simple espectáculo de la crueldad. No solo el hombre se había convertido en el lobo del hombre sino también en su dios, que es por lo general un poco más severo. De Penteo se pasa a Nerón y de Edipo a Calígula. Ya no hay falta. Mejor no hablemos de nuestros contemporáneos. 

Los romanos fueron en cierto sentido una inversión griega: adoradores crecientes de la sangre, desarrollaron el derecho y la moral. El cristianismo aprovecharía esta sangrienta estética de la fealdad y esta enrevesada ética de la rectitud para traer a la divinidad de vuelta. El logos volvió a iluminar los destinos humanos, pero ahora en guerra declarada contra el cuerpo, que era una sombra. Los sentidos se volvieron un sinsentido.

Releyendo El aliento del dragón, me doy cuenta de la particular afección de Armand por un cordobés. ¿No fundó Séneca el culto de la conciencia? Un culto cuyo rito decisivo, no menos transformador, era la amistad. Ni el oráculo ni el teatro, ni siquiera el parlamento: la conversación. Un evangelio posible: las Cartas a Lucilio.  

En una de ellas, Séneca despotrica contra los espejos, esos falsos amigos o espúrios enemigos. Séneca, ya sin dioses, era un heredero del culto griego a la luz. Despreciaba las caricaturas y los simulacros. Roma no era amor.

En "Teatro de sombras" Armand registra, no sin afinidad, un como adversario en el tiempo. Al contrario de Séneca, Borges se demoró en los espejos. Incluso, ay, cuando ya estaba ciego. 

Escribió Borges: "El hecho de no verte y de saberte / te agrega horror". Volvemos al monstruo.