martes, 28 de febrero de 2017

Contra el coro

Veía hace días la entrevista que le hicieron Sofía Imber y Carlos Rangel a Octavio Armand en 1982. Es un documento importante, a la vez lúcido y sombrío. Sostenía Armand que la mayor parte de la literatura cubana -y en general su cultura- se hacía fuera de Cuba. De eso trataba un número reciente de escandalar, la revista que entonces dirigía en Nueva York. En el exilio estaban Lydia Cabrera, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Reinaldo Arenas, para mencionar solo a algunos escritores.

La literatura cubana -decía Armand- es como un manual de preparación para el exilio. Era en el exilio donde alentaba ese impulso de cuestionamiento y crítica (de libertad) necesario para la creación. El lenguaje, en algunos casos señalados, había pasado a ser el territorio. 

Para el castrismo y sus corifeos, en cambio, esa literatura no pasaba de injuria, conspiración y amenaza. Merecía no solo la censura sino la más sistemática difamación. Pensar críticamente sobre la revolución, tratar incluso de lo que sus líderes no querían que se tratara, había pasado a ser una ofensa imperdonable, una apostasía maligna, tal vez habría que decir un pecado teológico. Todo crítico era obviamente un mercenario del imperialismo. 

Sofía Imber sabía que no era el gobierno cubano el único que lo voceaba de esa forma: eran los mismos escritores latinoamericanos, al menos un sector bastante representativo de ellos, de Rodolfo Walsh a García Márquez. Algunos intentaron borrar hasta la existencia misma de ese exilio. Sofía Imber y Carlos Rangel, como Juan Nuño, fueron en Venezuela la piedra en el zapato de aquel coro (a veces escuadrón) dogmático. 

En un momento de la entrevista, el joven Armand dice en passant que el trato del Estado castrista hacia los escritores cubanos contrastaba con el caso de Venezuela. Era un cumplido generoso y entonces sin duda cierto. Instalada desde hace casi dos décadas en el poder, la revolución bolivariana ha hecho todo lo posible por refutarlo.