Me fui a dormir
pensando en Champollion, el primer descifrador de los jeroglíficos
egipcios. En su comienzo como estudioso y en su patología final.
Leyendo los ensayos de Octavio Armand, no hay cómo no tenerlo
presente. Anoté para leer luego sus cartas de relación.
¿No era un como Julien
Sorel, aquel personaje de Stendhal que soñaba con brillar en la alta sociedad parisina, pero en un estilo todavía más majestuoso?
Lo contrario, al parecer, también se sostiene. Champollion llegó con sus artes interpretativas a
la corte de los Faraones pero Stendhal también hizo arqueología. En
su caso, dice Armand, de las facciones. ¿El rostro como jeroglífico?
Sospecho, sobre todo, femenino. ¿Qué hay en un rostro?
Los
europeos salían de nuevo de sus confines: hacia el
mito, hacia lo desconocido, quizá hacia lo indescifrable. Por esos
años Humboldt exploraba las regiones equinocciales. La naturaleza,
otra lengua a descifrar. O a inventar.
Recordé
a Sir Arthur Evans, el descubridor del Palacio de Cnosos. Evans llegó
a Creta casi por azar, aunque tal vez no sea la palabra: un anillo
visto en una tienda de Atenas, donde visitaba al homérico
Schliemann, lo puso en alerta. Evans conocía a sus egipcios, y
acababa de ver la colección troyano-micénica del alemán. Las
imágenes del anillo, lo supo de inmediato, no eran ni una cosa ni la
otra. No hablaba ni en la lengua de los faraones ni en griego
homérico. Sin Champollion ni Schliemann, tal vez no lo habría
sospechado. Vio muchos toros.
Una
coincidencia, quizá champolliónica: esta mañana, al encender la
radio, escuché algo ¡sobre Egipto! Una egiptóloga brasileña, con
pasaje por el Louvre, dará un curso la semana que viene sobre su
tema. El entrevistador quería hablar sobre misterios pero ella
prefirió adentrarse en la comida faraónica. De misterios, dijo,
prefería no hablar. Stendhal sonreiría.