jueves, 24 de noviembre de 2016

Memoria, tierra extranjera

Días antes de comenzar la Muestra de Cine de São Paulo anoté en mi cuaderno una lista de películas por ver. Una lista rápida y caprichosa, una memorabilia anticipada de lo que serían mis próximas dos semanas. Entre las películas registradas no estaba Esta no es ya mi patria. Fue esa, sin embargo, la primera de la Muestra que vi.

Contra mis temores de no encontrar entrada, algo común en estos festivales, me encontré en una sala con pocas personas. Entre ellas el director Kristof Gerega, polaco residente en Berlín, que pronunció algunas palabras antes de comenzar la película. No quiero explicar mucho antes de que la vean, dijo en inglés. Entendí: pero luego, amigos espectadores, las habrá.

No hubo mucho tiempo para pensar en explicaciones de ningún tipo, pues desde el comienzo la película es una búsqueda de esclarecimientos sobre un pasado terrible. Esta no es ya mi patria trata sobre la evocación de uno de los muchos episodios genocidas ocurridos en el Este europeo durante la primera mitad del siglo XX. Específicamente en 1943, en la frontera entre Polonia y Ucrania, antes Galicia austríaca. Es también una historia de sobrevivencia.

Un hombre fue muerto, otros se vengaron y todo fue guerra entre los vecinos. La atribución de responsabilidades es, desde luego, dispar. Son dos grupos y un solista: los polacos, los ucranianos y un alemán, todos en edad avanzada. Cada testigo habla en nombre de su comunidad, también para ella. Los polacos, resguardados casi siempre en la sombría simbología católica; los ucranianos, en el orgulloso fasto nacionalista; el único testigo alemán, en la nostalgia de la infancia. El contexto político o incluso bélico queda condicionado a estas ceremonias de la pérdida. Todas más o menos emotivas; todas, excluyentes.

El intenso respeto con que Gerega escucha esos testimonios deja poco margen a la acusación o la denuncia, aunque sí a la reflexión. Lo que está en juego en Esta ya no es mi patria no es el esclarecimiento judicial, ni siquiera político, de aquel episodio sangriento, sino su peso y reconstrucción en la memoria.

La memoria es la patria de estos sobrevivientes. Eso especialmente en el caso de los polacos, cuyo pueblo de origen, Hanaczów, fue devastado después de la masacre de casi toda la comunidad polaca por partisanos ucranianos. Al comienzo del documental hay una misa de rememoración de los muertos, enseguida la fundación de un campo santo donde se cree fueron enterradas las víctimas. Alguien dice: "La memoria es un cementerio". Pero, si no entendí mal, un cementerio comunitario.

Según contó en la breve charla posterior a la exhibición, Gerega comenzó a pensar en su película cuando sintió que sus abuelos envejecían y él no sabía nada de sus vidas ni de su pasado. Quizá intuía entonces que iba a dirigir una película sobre la pérdida de un territorio y sobre la creación de otro. No era solo el lugar de la masacre, por cierto muy parecido a la aldea del exilio, sino también el de la añoranza y los muertos. Su documental, me parece, también participa de ese culto a la memoria, aunque ahora con muchos sutiles cuestionamientos.

La historia es algo que está en movimiento, no es algo solo del pasado sino de lo vivido y su recuerdo. Y esa memoria -lo vemos con claridad en la película- es intrínsecamente selectiva.

También cabe la posibilidad de que la memoria sea siempre una mala memoria. No por sus intenciones sino por su fragilidad. Pero, entre estos sobrevivientes, ¿por qué no hay apenas mención a los judíos, esos antiguos vecinos de la zona? Solo muy brevemente un historiador y una mujer, ambos ucranianos, los nombran. En el relato de los entrevistados simplemente no hay judíos. Patología quizá ineludible de la guerra: aquí solo caben nuestros muertos. Cuesta no ver en estas reverencias tan exclusivas la sombra del viejo nacionalismo europeo.

A comienzos de este año, coincidiendo con la visita a Polonia del Papa Bergoglio, la televisión polaca programó la exhibición de Ida, la película de Pawel Pawlikowski, al parecer una de las primeras de ese país en señalar -con algunas décadas de cautela- la colaboración de ciudadanos polacos con los nazis. En un programa previo a la exhibición, la misma cadena televisiva se encargó de acusarla de anti-polaca y difamatoria. Los créditos fueron editados para que no se viera que había habido solo polacos malos. Ante tanta bondad nacional, cobra sentido el enigmático regreso -después de descubrir su origen judío, la miseria comunista y el sexo- de la pobre Ida a la Iglesia, una institución sin duda un poco más consciente de la asechanza del pecado y de la culpa. Es ella la que carga la cruz. Cabe siempre preguntarse si era el lugar más adecuado para semejante tarea.

De nuevo, Gerega no está interesado en apuntar con el dedo a ninguno de esos testigos, aunque es posible que ganas no le hayan faltado en algunos casos (especialmente, entre ucranianos). Quizá porque no le parecen exactamente impostores sino actores de un drama más profundo, más vasto, menos individual. Gerega atendió además no solo a las voces sino a los rostros de sus entrevistados. Los close-ups de esas caras severamente marcadas por el tiempo se contraponen a las imágenes abiertas de una naturaleza como atemporal. Esa naturaleza (ese pedazo de tierra idílico o maldito) es como el gran tesoro codiciado por todos. Vale recordar que la antigua Galicia austríaca fue región de shtetls, guettos y campos de concentración.

Y pienso en Tadeusz Kantor, cuya retrospectiva vi el año pasado en São Paulo, en sus figuras atadas a maletas gigantescas, en sus fantoches en escena, en sus máquinas ensordecedoras y en sus reflexiones sobre el teatro. También en su cementerio, entre cuyas tumbas se cuenta una parodia de la suya propia. Ese Kantor para quien el circo estaba en la base del drama, y el actor tenía que aspirar a la difícil vacuidad -a la intemperie- de los maniquíes y los muertos. Aquel que dijo: "El pasado se vuelve fácilmente una sobrecarga. Es necesario cerrar implacablemente sus etapas sucesivas, solo guardar de él aquello que, en una situación nueva, se transforma también, aquello que modifica su actualidad y eso de un modo inesperado". Estamos en las antípodas de los sobrevivientes de Gerega, aunque bien podría ser uno de sus corolarios. La memoria -y aquí hay ejemplos para escoger- puede ser una bufonada brutal.

Kristof Gerega quiso averiguar cosas complejas con un lenguaje cinematográfico bastante simple. Si su mirada viene de un Lanzmann, son algunos historiadores y filósofos los que más cuentan en su pesquisa. Puede, por momentos, parecer un antropólogo de paseo por su vecindario. Su respeto inicial se transforma discretamente en perplejidad.

Entre los muchos pasajes enigmáticos de Esta ya no es mi patria, hay uno que me parece especialmente revelador. Se trata del momento en el que una anciana ucraniana dice no recordar nada de aquel traumático episodio, aunque en algún momento lo supo muy bien. Sí, a veces tal vez sea mejor olvidarlo todo. Aunque sea también otra forma -quizá más generosa- de ilusión.