Días
antes de comenzar la Muestra de
Cine de São
Paulo
anoté en mi cuaderno una lista de películas por ver. Una lista
rápida
y caprichosa, una memorabilia
anticipada
de lo que serían mis
próximas dos semanas. Entre las películas registradas no estaba
Esta no es ya mi patria.
Fue esa, sin embargo,
la primera de la Muestra que vi.
Contra
mis temores de no encontrar entrada, algo común en estos festivales,
me encontré en una sala con pocas personas. Entre ellas el director
Kristof Gerega, polaco residente en Berlín, que pronunció algunas
palabras antes de comenzar la película. No quiero explicar mucho
antes de que la vean, dijo en inglés. Entendí: pero luego, amigos
espectadores, las habrá.
No
hubo mucho tiempo para pensar en explicaciones
de ningún tipo, pues desde el comienzo la película es una búsqueda
de esclarecimientos sobre un pasado terrible. Esta
no es ya mi patria trata
sobre
la
evocación de uno
de los muchos episodios
genocidas ocurridos en el Este europeo durante la primera mitad del
siglo XX. Específicamente en 1943, en la frontera entre Polonia y
Ucrania, antes Galicia austríaca. Es también una historia de
sobrevivencia.
Un
hombre fue muerto, otros se vengaron y todo fue guerra entre los
vecinos. La atribución de responsabilidades es, desde luego, dispar.
Son dos grupos y un solista: los polacos, los ucranianos y un alemán,
todos en edad avanzada. Cada testigo habla en
nombre de
su comunidad, también para ella. Los polacos, resguardados casi
siempre en la sombría simbología católica; los ucranianos, en el
orgulloso fasto nacionalista; el único testigo alemán, en la
nostalgia de la infancia. El contexto político o incluso bélico
queda condicionado a estas ceremonias de la pérdida. Todas más o
menos emotivas; todas, excluyentes.
El
intenso respeto con que Gerega escucha esos testimonios deja poco
margen a la acusación o la denuncia, aunque sí a la reflexión. Lo
que está en juego en Esta ya no es mi patria no es el
esclarecimiento judicial, ni siquiera político, de aquel episodio
sangriento, sino su peso y reconstrucción
en la memoria.
La
memoria es la patria de estos sobrevivientes. Eso especialmente en el
caso de los polacos, cuyo pueblo de origen, Hanaczów,
fue devastado después de la masacre de casi toda la comunidad polaca
por partisanos ucranianos. Al comienzo del documental hay una misa de
rememoración de los muertos, enseguida la fundación de un campo
santo donde se cree fueron enterradas las víctimas. Alguien dice:
"La memoria es un cementerio". Pero, si no entendí mal, un
cementerio comunitario.
Según
contó en la breve charla posterior a la exhibición, Gerega comenzó
a pensar en su película cuando sintió que sus abuelos envejecían y
él no sabía nada de sus vidas ni de su pasado. Quizá intuía
entonces que iba a dirigir una película sobre la
pérdida de un territorio y sobre la creación de otro. No era solo
el lugar de la masacre, por cierto muy parecido a la aldea del
exilio, sino también el de la añoranza y los muertos. Su
documental, me parece, también participa de ese culto a la memoria,
aunque ahora con muchos sutiles cuestionamientos.
La
historia es algo que está en movimiento, no es algo solo del pasado
sino de lo vivido y su recuerdo. Y esa memoria -lo vemos con claridad
en la película- es intrínsecamente selectiva.
También
cabe la posibilidad de que la memoria sea siempre una mala memoria.
No por sus intenciones sino por su fragilidad. Pero, entre estos
sobrevivientes, ¿por qué no hay apenas mención a los judíos, esos
antiguos vecinos de la zona? Solo
muy brevemente un historiador y una mujer, ambos ucranianos, los
nombran. En el relato de los entrevistados simplemente no hay judíos.
Patología quizá ineludible de la guerra: aquí solo caben nuestros
muertos. Cuesta no ver en estas reverencias tan exclusivas la sombra
del viejo nacionalismo europeo.
A
comienzos de este año, coincidiendo con la visita a Polonia del Papa
Bergoglio, la televisión polaca programó la exhibición de Ida,
la película de Pawel Pawlikowski, al parecer una de las primeras de
ese país en señalar -con algunas décadas de cautela- la
colaboración de ciudadanos polacos con los nazis. En un programa
previo a la exhibición, la misma cadena televisiva se encargó de
acusarla de anti-polaca y difamatoria. Los créditos fueron editados
para que no se viera que había habido solo polacos malos. Ante tanta
bondad nacional, cobra sentido el enigmático regreso -después de
descubrir su origen judío, la miseria comunista y el sexo- de la
pobre Ida a la Iglesia, una institución sin duda un poco más
consciente de la asechanza del pecado y de la culpa. Es ella la que
carga la cruz. Cabe
siempre preguntarse si era el lugar más adecuado para semejante
tarea.
De
nuevo, Gerega no está interesado en apuntar con el dedo a ninguno de
esos testigos, aunque es posible que ganas no le hayan faltado en
algunos casos (especialmente, entre ucranianos). Quizá porque no le
parecen exactamente impostores sino actores de un drama más
profundo, más vasto, menos individual. Gerega atendió
además no solo a las voces sino a los rostros de sus entrevistados.
Los close-ups
de
esas caras severamente marcadas por el tiempo se contraponen a las
imágenes abiertas de una naturaleza como atemporal.
Esa
naturaleza (ese pedazo de tierra idílico o maldito) es como el gran
tesoro codiciado por todos. Vale recordar que la antigua Galicia
austríaca fue región de shtetls,
guettos y campos de concentración.
Y
pienso en Tadeusz Kantor, cuya retrospectiva vi el año pasado en São
Paulo,
en sus figuras atadas a maletas gigantescas, en sus fantoches en
escena, en sus máquinas ensordecedoras
y
en sus reflexiones sobre el teatro. También en su cementerio, entre
cuyas tumbas se cuenta una parodia de la suya propia. Ese Kantor para
quien el circo estaba en la base del drama, y el actor tenía que
aspirar a la difícil vacuidad -a la intemperie- de los maniquíes y
los muertos. Aquel que dijo: "El pasado se vuelve fácilmente
una sobrecarga. Es necesario cerrar implacablemente sus etapas
sucesivas, solo guardar de él aquello que, en una situación nueva,
se transforma también, aquello que modifica su actualidad y eso de
un modo inesperado". Estamos en las antípodas de los
sobrevivientes de Gerega, aunque bien podría ser uno de sus
corolarios. La memoria -y aquí hay ejemplos para escoger- puede ser
una bufonada brutal.
Kristof Gerega quiso
averiguar cosas complejas con un lenguaje cinematográfico bastante
simple. Si su mirada viene de un Lanzmann, son algunos historiadores
y filósofos los que más cuentan en su pesquisa. Puede, por
momentos, parecer un antropólogo de paseo por su vecindario. Su
respeto inicial se transforma discretamente en perplejidad.
Entre
los muchos pasajes enigmáticos de Esta
ya no es mi patria, hay
uno que me parece especialmente revelador. Se trata del momento en el
que una anciana ucraniana dice no recordar nada de aquel traumático
episodio, aunque en algún momento lo supo muy bien. Sí, a veces tal
vez sea mejor olvidarlo todo. Aunque sea también otra forma -quizá
más generosa- de ilusión.