Desde
1902 hasta 1914, Rainer Maria Rilke vivió -con algunas importantes
interrupciones- en París. Era una ciudad, decía, que lo había
educado en la escritura. Allí trabó pocas pero decisivas amistades.
Una de ellas, quizá la principal, con Rodin. También con André Gide.
Leyendo
su correspondencia con el autor de El
inmoralista,
me enteré de un episodio tan dramático como oscuro en la vida del
poeta praguense. Corría
el verano de 1914. Rilke se quejaba de sus malestares físicos y
metafísicos, también del clima parisino. Los árboles en París -le
escribió a Gide el 17 de julio de aquel año-, se ven agostados por
la ola de calor; deseo que esté usted lejos de la ciudad y en medio
de verdores más hermosos. Tres días después, saldría rumbo a
Alemania. Gide acababa de volver de Turquía y Grecia. Europa se
preparaba para entrar, como pronosticó el mismo Gide en su Diario,
en un túnel de sangre y de sombra.
Un
año después, todavía en Alemania, Rilke se enteró de la
confiscación de sus pertenencias parisinas. El motivo era de lo más
prosaico: no había conseguido pagar el alquiler. Perdió
manuscritos, cartas, muebles, libros, obras de arte (se especula que
habría alguna de Rodin). Aunque intentó ver en ello un
acontecimiento liberador, no pudo evitar el desamparo de quien ha
perdido algo fundamental.
A
su amiga Marie Thurn und Taxis le escribió: “Después de esta
noticia de París merodea en mi espíritu un sentimiento bizarro.
Vago de un lado a otro como alguien que hubiese sufrido una caída,
se hubiese levantado sano y salvo y no pudiese, a pesar de ello,
liberarse del temor de sentir de pronto en sus entrañas un dolor que
lo hará gritar”.
No
se lo informó, tal vez por pudor, a Gide. Este solo se enteró, con
atraso de meses, por otros amigos. Removió cielo y juzgados para dar con el paradero de los bienes de su amigo checo. A pesar de
sus esfuerzos, casi nada se recuperó.
Lo que Rilke perdió en aquel percance parisino no fueron
solo sus pertenencias. También (lo dijo él mismo) una ciudad o, al
menos, los centímetros de raíz que había ido creando en ella. A
partir de entonces, a París no regresaría como habitante sino como fugaz visitante. La guerra marcó la diferencia.