Viví
-es una frase que repito con millones de personas- un tiempo en
Inglaterra. Lo digo siempre que puedo y me gustaría decirlo con más
frecuencia. Es una experiencia que atesoro como pocas otras, pues en
ella se juntaron, con particular intensidad, descubrimientos,
aprendizajes, placeres, extravíos. No he conocido ciudad tan plural.
¿Podría
decirse lo mismo del resto de Inglaterra?
Es una pregunta que ya me hacía -más
una curiosidad que una inquietud- durante el tiempo que estuve allí.
Los viajes a las ciudades vecinas -Cambridge, Oxford, Canterbury,
Brighton- no me persuadieron de que había una diferencia sustancial
entre la capital y el resto del país. El clima era igual de sombrío,
la comida igual de mala, las librerías siempre atractivas y la
pluralidad cosmopolita casi idéntica.
Si
esas ciudades me parecieron por momentos como extensiones
londinenses, Londres era evidentemente la summa
del Reino Unido (en realidad, a mí me parecía la capital de facto
de Europa y, cuando me daba por pensar en eso, quizá del mundo).
Hasta
que, tiempo después y en otro país, conocí una señora inglesa que
me dijo que Londres no era Inglaterra. Le había confesado mi
experiencia inglesa (ya he dicho que se lo cuento a todo el mundo)
cuando, alegre, me preguntó en qué lugar. La respuesta no pareció
gustarle. Todo el mundo ha vivido en Londres, afirmó. Y Londres
-enfatizó- no es Inglaterra. Creo que dijo algo contra los
extranjeros (como ambos en ese otro país) y la conversación
desfalleció.
Una impresión me quedó de aquel encuentro: había gente en Inglaterra para
la que Londres era, a la vez, un lugar humillante y ajeno. En todas
partes las capitales, políticas o de facto, producen rechazo entre
mucha gente, se sabe. En todas partes hay quien ve las grandes
ciudades como la personificación del artificio y el
desarraigo, cuando no de la inautenticidad y la deshumanización. Esa actitud es una de las condiciones sentimentales del
nacionalismo, cuyas fantasías de pureza y rectitud comunitaria no
combinan muy bien con la historia y la idea misma de ciudad. Por lo
menos, desde Babilonia.
Lo que
me asombró es que eso también ocurriera en Inglaterra, el país con
mayor tradición de acogida de extranjeros en el mundo. ¿No fue allí donde encontraron refugio el polaco Conrad, los americanos
Henry James y T.S. Eliot, el judío Canetti, el trinitario
Naipaul, el cubano Cabrera Infante, para solo hablar de algunos
escritores? ¿No
es esa receptividad - cosmopolitismo, abertura- la más admirable
joya de la corona? Al parecer, no para todos.
En
An area of darkness, el majestuoso, desenmascarador
primer libro de Naipaul sobre la India, me topé con una frase muy a
propósito. Reflexionando sobre la relación de Inglaterra con la que
fue colonia británica durante casi un siglo, Naipaul revisó el
cambio de actitud de los ingleses frente a su propia ciudadanía. De
ser una mera condición geográfica, la ciudadanía británica poco a
poco fue pasando a representar un mito. En esas páginas, Naipaul, un
escritor que ha hecho tanto por identificarse con una cierta idea
civilizatoria de Inglaterra, toca una zona de oscuridad ya no
india o personal sino británica. A partir de cierto momento, los
escritores ingleses dejaron de ver el mundo para verse solo a sí
mismos. Es esa la causa, dice, de las “singulares omisiones” de
la literatura inglesa en los últimos cien años (su libro es de
1964). Y ese ensimismamiento paulatino, autocomplaciente y
enceguecedor, no era exclusivo de su literatura. En Inglaterra,
escribió, el narcisismo se aplica no solo al país sino a la clase
social y a los individuos.
Tal
vez haya que tomar con alguna cautela estas cáusticas
consideraciones, no solo porque la literatura inglesa de la segunda
mitad del siglo XIX and after tiene momentos extraordinarios,
sino porque en buena medida el ombliguismo británico nunca ha sido realmente sistemático. El narcisismo al
que se refirió Naipaul, sin embargo, es el que dominó la
campaña y la votación del referéndum. Ni Londres ni Escocia, como es sabido, se
sumaron.
Hay
quien dice que el Brexit ha puesto fin a una larga relación de amor
y odio entre Inglaterra y la Unión Europea. En realidad, el odio
siempre ha sido puesto por la parte británica. Porque, desde hace
mucho, no hay país más querido, admirado,
imitado entre los europeos de todas las tendencias ideológicas y
culturales que Inglaterra. Pero eso, al parecer, se acabó. Ahora los
británicos -para seguir hablando en esos términos- tienen dos
opciones: el onanismo y el incesto. El primero, en política, es
sinónimo de pequeñez. El segundo (pregúntenle a Shakespeare) es
todavía peor.
Londres, mientras tanto, sigue flotando. Ya no la capital sin papeles de Europa sino del vacío. Donde todos, más o menos, estamos.
Londres, mientras tanto, sigue flotando. Ya no la capital sin papeles de Europa sino del vacío. Donde todos, más o menos, estamos.