sábado, 25 de junio de 2016

Londres, capital del vacío

Viví -es una frase que repito con millones de personas- un tiempo en Inglaterra. Lo digo siempre que puedo y me gustaría decirlo con más frecuencia. Es una experiencia que atesoro como pocas otras, pues en ella se juntaron, con particular intensidad, descubrimientos, aprendizajes, placeres, extravíos. No he conocido ciudad tan plural.

¿Podría decirse lo mismo del resto de Inglaterra? Es una pregunta que ya me hacía -más una curiosidad que una inquietud- durante el tiempo que estuve allí. Los viajes a las ciudades vecinas -Cambridge, Oxford, Canterbury, Brighton- no me persuadieron de que había una diferencia sustancial entre la capital y el resto del país. El clima era igual de sombrío, la comida igual de mala, las librerías siempre atractivas y la pluralidad cosmopolita casi idéntica.

Si esas ciudades me parecieron por momentos como extensiones londinenses, Londres era evidentemente la summa del Reino Unido (en realidad, a mí me parecía la capital de facto de Europa y, cuando me daba por pensar en eso, quizá del mundo).

Hasta que, tiempo después y en otro país, conocí una señora inglesa que me dijo que Londres no era Inglaterra. Le había confesado mi experiencia inglesa (ya he dicho que se lo cuento a todo el mundo) cuando, alegre, me preguntó en qué lugar. La respuesta no pareció gustarle. Todo el mundo ha vivido en Londres, afirmó. Y Londres -enfatizó- no es Inglaterra. Creo que dijo algo contra los extranjeros (como ambos en ese otro país) y la conversación desfalleció.

Una impresión me quedó de aquel encuentro: había gente en Inglaterra para la que Londres era, a la vez, un lugar humillante y ajeno. En todas partes las capitales, políticas o de facto, producen rechazo entre mucha gente, se sabe. En todas partes hay quien ve las grandes ciudades como la personificación del artificio y el desarraigo, cuando no de la inautenticidad y la deshumanización. Esa actitud es una de las condiciones sentimentales del nacionalismo, cuyas fantasías de pureza y rectitud comunitaria no combinan muy bien con la historia y la idea misma de ciudad. Por lo menos, desde Babilonia.

Lo que me asombró es que eso también ocurriera en Inglaterra, el país con mayor tradición de acogida de extranjeros en el mundo. ¿No fue allí donde encontraron refugio el polaco Conrad, los americanos Henry James y T.S. Eliot, el judío Canetti, el trinitario Naipaul, el cubano Cabrera Infante, para solo hablar de algunos escritores? ¿No es esa receptividad - cosmopolitismo, abertura- la más admirable joya de la corona? Al parecer, no para todos.

En An area of darkness, el majestuoso, desenmascarador primer libro de Naipaul sobre la India, me topé con una frase muy a propósito. Reflexionando sobre la relación de Inglaterra con la que fue colonia británica durante casi un siglo, Naipaul revisó el cambio de actitud de los ingleses frente a su propia ciudadanía. De ser una mera condición geográfica, la ciudadanía británica poco a poco fue pasando a representar un mito. En esas páginas, Naipaul, un escritor que ha hecho tanto por identificarse con una cierta idea civilizatoria de Inglaterra, toca una zona de oscuridad ya no india o personal sino británica. A partir de cierto momento, los escritores ingleses dejaron de ver el mundo para verse solo a sí mismos. Es esa la causa, dice, de las “singulares omisiones” de la literatura inglesa en los últimos cien años (su libro es de 1964). Y ese ensimismamiento paulatino, autocomplaciente y enceguecedor, no era exclusivo de su literatura. En Inglaterra, escribió, el narcisismo se aplica no solo al país sino a la clase social y a los individuos.

Tal vez haya que tomar con alguna cautela estas cáusticas consideraciones, no solo porque la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo XIX and after tiene momentos extraordinarios, sino porque en buena medida el ombliguismo británico nunca ha sido realmente sistemático. El narcisismo al que se refirió Naipaul, sin embargo, es el que dominó la campaña y la votación del referéndum. Ni Londres ni Escocia, como es sabido, se sumaron.

Hay quien dice que el Brexit ha puesto fin a una larga relación de amor y odio entre Inglaterra y la Unión Europea. En realidad, el odio siempre ha sido puesto por la parte británica. Porque, desde hace mucho, no hay país más querido, admirado, imitado entre los europeos de todas las tendencias ideológicas y culturales que Inglaterra. Pero eso, al parecer, se acabó. Ahora los británicos -para seguir hablando en esos términos- tienen dos opciones: el onanismo y el incesto. El primero, en política, es sinónimo de pequeñez. El segundo (pregúntenle a Shakespeare) es todavía peor.

Londres, mientras tanto, sigue flotando. Ya no la capital sin papeles de Europa sino del vacío. Donde todos, más o menos, estamos.