Cuando
llegué -hace algo más de cuatro años- a Brasil, era difícil imaginar el circo patético en que se transformaría (o que tal vez ya era) la política brasileña. La economía seguía dando algunas muestras de buena salud aunque no faltaba quien apuntara con preocupación sus
debilidades y vicios. El real tenía una solidez apenas a la zaga del
euro. El desempleo era tan bajo como alta era la popularidad del
gobierno.
No
hacía mucho, Lula había regañado a sus pares europeos, sometidos a
las reglas inclementes del FMI y la insatisfacción de sus
ciudadanos. Lula en cambio había tenido a todos felices: a los empresarios,
a los pobres, a la clase media, a los intelectuales, a los movimientos sociales y a los
periodistas de medio mundo. No era autoritario como Chávez pero había traído una mejora sustancial a la vida de millones de brasileños. No se sumaba al coro
hegemónico mundial pero sabía extender la mano (oh sí) a los empresarios. Dilma era no
solo su heredera sino parte de su herencia. Nada podía salir mal.
Aunque
en parte compartía esta narrativa más socialdemócrata que
incendiaria, sabía que Lula tenía sus majaderías. Su apoyo a la
revolución bolivariana, al comienzo discreto y luego desenfrenado,
siempre me pareció lamentable. Veía mucho de oportunismo en esa
relación, una diplomacia creada bajo el signo de los petrodólares
con el pretexto de la santurronería ideológica. Esa diplomacia
alcanzó cotas grotescas cuando el líder petista pidió el voto para
el sucesor del ungido. Muchos puentes se construyeron sobre
aquellas aguas.
A
la vez, no había para qué negar sus logros. Pecados diplomáticos
los comete cualquiera. ¿No
había sido Felipe González -como tantos- amigo de barco y
parrillada de Fidel Castro?
¿No
cortejó Europa entera al infame Gadafi? Los diplomáticos brasileños
acuñaron un eufemismo posmoderno
para estas lindezas. La
complicidad o aquiescencia con regímenes antidemocráticos (Angola es otro ejemplo) pasó a llamarse soft power.
Sigo
creyendo que Lula trajo más beneficios que daños a Brasil. La
magnitud de sus errores, sin embargo, lo pone en otra perspectiva. La
diplomacia personalista que había entablado con Chávez no era una excepción sino una extensión de su política interna. Eso ya había
quedado en evidencia con el mensalão y luego se reveló en
toda su monstruosidad institucional con el caso de los sobornos de
Petrobras. Bajo el gobierno del PT, la política se convirtió en una
versión más de la cosa
nostra (el
populismo es apenas una de sus máscaras).
Dilma
Rousseff es una pieza de este engranaje político. Con una
diferencia: ella parece o finge que no lo es. Tal vez incluso se lo
cree, lo que hace que sus relaciones con la camorra petista sean
tensas, como las de una Robespierre tecnocrática con la inocencia de una María Antonieta. ¿Inocencia?
Tal vez solo elegancia, pero Al Capone también era elegante (esta
analogía puede ser engañosa: ni Lula ni Dilma presidieron gobiernos violentos, algo que no se puede decir de sus camaradas
venezolanos). Como sea, su defensa apenas comienza.
¿Tendrá
la misma actitud que ha tenido a partir de su última campaña? Me refiero a la actitud
inspirada en la filosofía del publicista João Santana, ahora reo en Curitiba: glorificación de los
nuestros, desprecio absoluto del adversario. La misma que articula la
discusión política actual de Brasil (en esto muchos opositores se
le parecen demasiado).
Tiempo después de haberme instalado en São Paulo, consciente de ese maniqueísmo militante, un amigo con simpatías por el PT me preguntó si yo creía que Brasil era una democracia. Le respondí que sí, claro, pero una democracia con una pobre cultura democrática. Brasil no está solo en el continente.
Tiempo después de haberme instalado en São Paulo, consciente de ese maniqueísmo militante, un amigo con simpatías por el PT me preguntó si yo creía que Brasil era una democracia. Le respondí que sí, claro, pero una democracia con una pobre cultura democrática. Brasil no está solo en el continente.