Hojeo
algunos ensayos de Un encuentro, de Milan Kundera. Un amigo me
lo prestó hace días y, aunque tengo otros libros pendientes, no
resistí a la tentación de leerlo. Salto de un ensayo a otro con
plena irresponsabilidad: la idea no es terminarlo. Con los libros de
ensayo, con la poesía, quizá con algunos libros de cuentos, esa
irresponsabilidad no es pecado. Algunos nacimos para eso.
Me
detengo en el ensayo sobre “La amistad y la enemistad”. Kundera
relata algo que le ocurrió durante los primeros años de la
ocupación rusa de Checoslovaquia. El novelista y su esposa (expulsados de
su empleo) visitan a un médico -amigo de opositores, dice, “un
gran sabio judío”- en las afueras de Praga. Allí se encuentra con
el periodista E., también discriminado por el régimen. Son, se sienten todos muy
amigos, cómplices. De regreso, el periodista le ofrece un aventón a la pareja. Conversan sobre Bohumil Hrabal, un escritor reacio a las tomas de partido, lo que le
ha acarreado problemas con el régimen pero también con algunos disidentes. El periodista de hecho lo ataca, señalando que su silencio
legitima los atropellos, la represión, la violencia de la dictadura. Kundera, no
menos vehemente, lo defiende. La libertad imaginaria de Hrabal, su humor, era lo que los sátrapas más temían. Para el periodista, Hrabal era un
colaboracionista; para Kundera, una voz inclasificable, corrosiva. La amistad terminó allí.
¿Era
amistad? Kundera se refiere a las amistades creadas bajo el
signo de las convicciones políticas como “la amistad de los
camaradas”. Están sujetas no solo a la circunstancia política, a
“la devoción común a la causa”, sino también a la uniformidad de las posiciones.
Una vez que esa circunstancia muda, o las
posiciones divergen, ese tipo de amistad se debilita.
Dice
Kundera: “En
nuestro tiempo aprendemos a someter la amistad a eso que llamamos
convicciones. Incluso, con el orgullo de la rectitud moral. Es
realmente necesaria una gran madurez para comprender que la opinión
que defendemos no pasa de nuestra hipótesis preferida,
necesariamente imperfecta, probablemente transitoria, que apenas los
muy obtusos pueden transformar en una certeza o una verdad. Al
contrario de la fidelidad pueril a una convicción, la fidelidad a un
amigo es una virtud, tal vez la única, la última”.
Estoy con Kundera, claro. Pienso en las veces que he sido partícipe de ese
tipo tan popular de tontería, la tontería de las convicciones. Tengo
algunas dudas, sí. La amistad no está hecha solo de
reconocimientos. Como otras cosas en el tránsito de los mortales, está compuesta de casualidad y coincidencias. Puedo ser amigo de
alguien con quien no tengo ninguna afinidad aparente y no serlo de
quien se me parece demasiado. La amistad -cuando no es esa “amistad
de los camaradas” a la que se refiere Kundera- no es un abrazo sin
fin: es un diálogo, una afinidad electiva, una aproximación (en el
mejor de los casos) con espacio necesario para la diferencia. A
menudo la política es solo una excusa para cultivarla o clausurarla.
Pienso también en Fritz Lang. En 1933 le ocurrieron dos cosas decisivas: un divorcio y un viaje. Ambos, en parte, por motivos políticos. Al llegar Hitler al poder, el ministro de propaganda Goebbels lo llamó a su despacho para ofrecerle la dirección de la industria de cine alemana. Lang no dijo ni que sí ni que no: sudando, según refiere, solo agradeció la propuesta. Esa misma noche, con pocos pertrechos, tomó un tren a París. A Alemania no regresó hasta mucho después de la guerra. Thea von Harbou -su esposa, guionista de algunas de sus películas maestras- se había afiliado al partido nazi hacía algún tiempo. Dos años antes de Lang tomar el camino de París ya estaban separados, pero yo me pregunto: las diferencias políticas, en este caso, ¿no eran una buena excusa de divorcio?