miércoles, 27 de abril de 2016

Kundera y la amistad

Hojeo algunos ensayos de Un encuentro, de Milan Kundera. Un amigo me lo prestó hace días y, aunque tengo otros libros pendientes, no resistí a la tentación de leerlo. Salto de un ensayo a otro con plena irresponsabilidad: la idea no es terminarlo. Con los libros de ensayo, con la poesía, quizá con algunos libros de cuentos, esa irresponsabilidad no es pecado. Algunos nacimos para eso.

Me detengo en el ensayo sobre “La amistad y la enemistad”. Kundera relata algo que le ocurrió durante los primeros años de la ocupación rusa de Checoslovaquia. El novelista y su esposa (expulsados de su empleo) visitan a un médico -amigo de opositores, dice, “un gran sabio judío”- en las afueras de Praga. Allí se encuentra con el periodista E., también discriminado por el régimen. Son, se sienten todos muy amigos, cómplices. De regreso, el periodista le ofrece un aventón a la pareja. Conversan sobre Bohumil Hrabal, un escritor reacio a las tomas de partido, lo que le ha acarreado problemas con el régimen pero también con algunos disidentes. El periodista de hecho lo ataca, señalando que su silencio legitima los atropellos, la represión, la violencia de la dictadura. Kundera, no menos vehemente, lo defiende. La libertad imaginaria de Hrabal, su humor, era lo que los sátrapas más temían. Para el periodista, Hrabal era un colaboracionista; para Kundera, una voz inclasificable, corrosiva. La amistad terminó allí.

¿Era amistad? Kundera se refiere a las amistades creadas bajo el signo de las convicciones políticas como “la amistad de los camaradas”. Están sujetas no solo a la circunstancia política, a “la devoción común a la causa”, sino también a la uniformidad de las posiciones. Una vez que esa circunstancia muda, o las posiciones divergen, ese tipo de amistad se debilita.

Dice Kundera: “En nuestro tiempo aprendemos a someter la amistad a eso que llamamos convicciones. Incluso, con el orgullo de la rectitud moral. Es realmente necesaria una gran madurez para comprender que la opinión que defendemos no pasa de nuestra hipótesis preferida, necesariamente imperfecta, probablemente transitoria, que apenas los muy obtusos pueden transformar en una certeza o una verdad. Al contrario de la fidelidad pueril a una convicción, la fidelidad a un amigo es una virtud, tal vez la única, la última”.

Estoy con Kundera, claro. Pienso en las veces que he sido partícipe de ese tipo tan popular de tontería, la tontería de las convicciones. Tengo algunas dudas, sí. La amistad no está hecha solo de reconocimientos. Como otras cosas en el tránsito de los mortales, está compuesta de casualidad y coincidencias. Puedo ser amigo de alguien con quien no tengo ninguna afinidad aparente y no serlo de quien se me parece demasiado. La amistad -cuando no es esa “amistad de los camaradas” a la que se refiere Kundera- no es un abrazo sin fin: es un diálogo, una afinidad electiva, una aproximación (en el mejor de los casos) con espacio necesario para la diferencia. A menudo la política es solo una excusa para cultivarla o clausurarla.

Pienso también en Fritz Lang. En 1933 le ocurrieron dos cosas decisivas: un divorcio y un viaje. Ambos, en parte, por motivos políticos. Al llegar Hitler al poder, el ministro de propaganda Goebbels lo llamó a su despacho para ofrecerle la dirección de la industria de cine alemana. Lang no dijo ni que sí ni que no: sudando, según refiere, solo agradeció la propuesta. Esa misma noche, con pocos pertrechos, tomó un tren a París. A Alemania no regresó hasta mucho después de la guerra. Thea von Harbou -su esposa, guionista de algunas de sus películas maestras- se había afiliado al partido nazi hacía algún tiempo. Dos años antes de Lang tomar el camino de París ya estaban separados, pero yo me pregunto: las diferencias políticas, en este caso, ¿no eran una buena excusa de divorcio?