lunes, 28 de marzo de 2016

La anomia estalinista

Fui a París en 1946 ó 1947, y conocí allí a un pensador muy interesante, Alexandre Kojève. Es uno de los hombres más divertidos e inteligentes que he conocido. Se había vuelto un importante consejero financiero francés. Hablamos de Stalin. Recuerdo haberle dicho: “Qué pena que sabemos tan poco sobre los sofistas. La mayor parte de lo que sabemos de ellos viene de sus oponentes: Platón y Aristóteles. Es como si lo único que supiéramos de las opiniones de Bertrand Russell fuese lo que nos llega a través de los libros de texto soviéticos”. “¡Oh no! Si lo único que supiéramos de las opiniones de Bertrand Russell fuesen lo que nos llega a través de los libros de texto soviéticos, podríamos considerarlo un filósofo serio”. Hablamos sobre Hobbes y el Estado soviético. “No -dijo-, no es un Estado hobbesiano”. Continuó diciendo que una vez que uno se daba cuenta de que Rusia es un país de campesinos ignorantes y trabajadores pobres, uno ve que es muy difícil de gobernar. Dijo que era espantosamente atrasado; atrasado en 1917, no solo en el siglo XVIII. Cualquiera que quisiera hacer algo con Rusia tenía que sacudirla violentamente. En una sociedad en la que hay reglas muy severas -no importa cuán absurdas-, por ejemplo, una ley que afirma que todo el mundo tiene que pararse de cabeza a las tres y media de la mañana, todo el mundo lo aceptaría para salvar su vida. Pero eso no bastaba para Stalin. Eso no sería suficiente para cambiar las cosas, Stalin tenía que aplastar a sus súbditos hasta convertirlos en masa, para luego moldearla a su antojo; no debía haber ningún hábito, ninguna regla en la que la gente pudiera confiar: de otra forma las cosas seguirían imposibles de controlar. Pero si acusas a la gente de no cumplir leyes que no incumplieron, de crímenes que no cometieron, de actos que ni siquiera podían entender...eso los reduciría a papilla. Entonces nadie sabría dónde estaba, nadie estaba nunca seguro, puesto que por cualquier cosa que hicieras, o no hicieras, podías ser destruido. Eso crea una real 'anomia'. Una vez en posesión de ese tipo de gelatina puedes darle nueva forma de un momento a otro. La meta era no dejar nada establecido. Kojève era un pensador ingenioso e imaginaba que Stalin también lo era. Hobbes concibió una ley según la que, si obedecías, podías sobrevivir. Stalin creó leyes por las que serías castigado por obedecerlas o no obedecerlas, caprichosamente. No había nada que pudieras hacer para salvarte. 
-Ramin Jahanbegloo: Conversations with Isaiah Berlin (1991). Mi traducción.