miércoles, 13 de abril de 2016

La ilusión y el vacío

Se dice mucho de Joseph Roth que fue el cronista en la sombra del declinante Imperio austro-húngaro. No es, desde luego, falso: a Roth le fascinaban los fastos del imperio, su conflictiva diversidad cultural, las manías poco menos que circenses a las que daba lugar. Fascinación, a la vez, poética y corrosiva. Sus personajes van de Viena a Sarajevo, de Bratislava a Transilvania, de la frontera rusa a la frontera otomana, como quien se mueve dentro de un solo, íntimo territorio. Se trata de pequeños seres, personajes con muchos oficios o ninguno, aristócratas venidos a menos, plebeyos venidos fugazmente a más. El contraste entre la pequeñez de esas vidas y el majestuoso esplendor del imperio es insistente. La noche mil dos es un buen ejemplo.

Esta vez hay un convidado persa. Es el deseo de cura del Sha lo que lo lleva a Austria. Su consejero, el eunuco Pantomimos, le ha dicho que su mal no es otro que la nostalgia. Cuando el Sha le pide esclarecimientos, el castrado pide un momento de reflexión y le pronostica: “Señor, vuestra nostalgia apunta a países exóticos, a los países de Europa, por ejemplo”. Después de una breve, guignolesca conversación, el consejero le propone visitar Viena. El Sha acepta una vez más su propuesta, no sin recordar que los musulmanes habían estado allí hacía un tiempo. Por una guerra perdida, recordó el eunuco. Tiempo pasado, respondió el Sha, con magnanimidad: “Hoy vivimos en paz con el emperador de Austria”.

Una vez allí, en la fastuosa recepción ofrecida por las autoridades austríacas, se deja encantar (of all creatures!) por un caballo de corte. Ninguna de las mujeres de su harén, dice el narrador, había mostrado nunca tanta “gracia, dignidad, donosura, belleza” como aquel caballo. Entonces, como si necesitara un sustituto razonable para su deslumbramiento equino, decide pasar la noche con la condesa W., una de las convidadas más flamantes de la fiesta. Como si Viena fuera, además, una prologación de su harén. Entonces, como en un cuento de las Mil y una noches, comienza otra historia. Pero en realidad es la misma. 

Uno de los temas de Roth es la ilusión: del poder, del amor, del saber, de la belleza, del dinero, etc. Ilusión aquí -esto lo ha estudiado con hondura Claudio Magris- es sentido. Y no pocas veces (como para el Barón Taittinger o el periodista Lazik) llega el momento en que no lo tiene. Otros sobreviven (como la dueña de burdel Frau Matzner o su ex-empleada Mizzy Schinagl) en la incertidumbre, el vacío, la vanidad, la farsa o la convención. A veces también en la más volátil, irreflexiva extrañeza.

En la prosa narrativa de Roth -tan llena de detalles deslumbrantes- esos personajes están vistos con malicia, compasión y encantamiento. Son a la vez risibles y conmovedores. Tienen sus momentos de epifanía, aunque la epifanía los haga descubrir a menudo la propia futilidad o desacomodo. Entonces están más vivos que nunca. 

Al avanzar las páginas, la ligera nimiedad de los personajes de La noche mil dos se torna angustiosa o mezquina o rencorosa. La sombra del imperio les pesa como una losa. Según el fabricante de figuras de cera Tino Percoli, figura de paso en el carrusel novelístico de Roth, los monstruos comenzaban a estar en gran demanda.